martes, 4 de octubre de 2016

Este cuento recibió el primer premio del Decimocuarto Concurso Literario Julio Cortázar, organizado por el Colegio de Traductores Públicos de la Ciudad de Buenos Aires:

Tenedores

Fue un otoño muy lluvioso ese de los tenedores. Después murió la mami, pero entonces ya no llovía más. A los tenedores de la casa se les había dado por desaparecer. Uno iba al cajón de los cubiertos y zas, en vez de diez tenedores, de pronto había nueve. Yo me acuerdo bien porque a mí me mandaban siempre poner la mesa. Ponga la mesa, m’hijo, me decía la mami, y yo ya estaba acomodando el hule, pero ella me lo decía igual, no fuera a ser que me olvidara.
     Cuando empezaron a faltar a lo grande, el papi nos mandó a mí y a mis hermanos menores buscar por toda la casa. Hasta tuve que revisarle la cucha al Coqui. Tuve el cuidado de hacerlo cuando el Coqui andaba de caza porque ese sí que era un perro malo. Pero en la cucha solamente había un par de huesos viejos, ya casi no se notaba que eran huesos, y el peluche del Damián, mi hermano más chiquito, que todavía a veces se acordaba con nostalgia de su muñeco. Y pulgas, también había pulgas, porque a la noche después no podía dormirme de cómo me picaba todo el cuerpo. Me llené de ronchas por culpa de los tenedores.
        A mis hermanos la mami les dijo que buscaran en la quinta, entre los zapallos y las cebollas. Ahí nada más encontraron lombrices y entonces se fueron al arroyo a pescar. Cuando volvieron, la mami casi más los sacude porque se habían ido sin permiso. Los sentó y les habló serio y les contó la historia de las tres hermanas que se habían ahogado todas porque primero se cayó una al agua, y entonces la otra se tiró para salvarla, pero un remolino las agarró a las dos, y entonces se tiró la tercera y última, y ahí se murieron las tres. Ahora se llama Arroyo de las Hermanas, hasta tiene un cartel. Aunque en el cartel no te cuentan la historia, pero la mami la sabe porque ella siempre sabe esas cosas.
      Al papi le tocó buscar en el galpón. Sacó todas las herramientas afuera. Bufaba un poco porque estaba enojado, yo me di cuenta. La mami le decía que seguro que él se había ido a comer guiso a escondidas a la hora de la siesta como esa vez cuando recién casados. Ella lo había pescado comiéndose el estofado de perdiz que la mami había preparado para el día siguiente que era domingo y venían los suegros, o sea mis abuelos. El domingo el papi se quedó sin perdiz, la mami le sirvió solo verdura hervida y dijo que tenía que comer bien livianito porque tenía el estómago mareado. Que se dice revuelto, la corrigió la suegra, o sea mi abuela Elena, que no la conocí porque se murió antes de que yo naciera. Le dio un ataque al corazón. Dios se apiadó de ella, decía el papi porque ya estaba esclerótica y se ponía tan mala tan mala que ni doña Carmen, la enfermera más vieja del pueblo, podía ponerle las inyecciones.
      Entonces estaba el papi buscando los tenedores entre las herramientas y las sacó al patio mientras bufaba, pero de paso las limpió, les sacó todo lo oxidado, las manchas de aceite, quedaron relucientes que eran una maravilla. Y al papi se le pasó la chinche y empezó a correrla a la mami con una pinza en la mano diciéndole que era el dentista que había venido a sacarle la muela picada. Yo me quedé mirándolos medio embobado, creo que me puse feliz.
     Ya casi no quedaban tenedores y el tiempo se había puesto fulero. La mami entonces empezó a cocinar comida para comer con las manos, torrejas, tortillas, ancas de rana, rabo de toro cortado en pedacitos chiquitos. El papi quería ir al almacén del pueblo a comprar una docena de tenedores y así listo, se terminaba esa historia de tener que buscar los tenedores, pero el camino estaba feo, mucho barro, y la chata no iba a pasar. Entonces comíamos con las manos, como en los dibujos de un libro que hay en mi escuela sobre los países del mundo y yo ahí vi que en otros países comen con la mano, o con palitos, y hasta se sientan en el piso. Pero lo de los palitos no se lo iba a contar a la mami a ver si se le ocurría que comiéramos así, que debe ser una incomodidad tremenda y a mí encima me da impresión porque me parece que se me van a clavar los palitos en la garganta y me voy a quedar mudo o gangoso como el Colo, el hijo de la modista que se quedó así por correr mientras comía un chupetín que le había regalado el pretendiente de la modista, que era viuda, claro.
     Cuando las lluvias pararon, el papi finalmente fue al pueblo, pero ahí ya no se acordaba de los tenedores porque fue a buscar a Don Eugenio, el médico. Fue en el medio de una noche cerrada, sin siquiera una estrella que lo alumbrara un poco, porque la mami no estaba bien. La encontró en camisón entre los zapallos y las cebollas y las acelgas que estaban un poco ahogadas de tanta agua, y ella lloraba y lloraba en lo oscuro y en camisón. Hacía frío y temblaba cuando el papi la entró a la casa. Le decía Lita, Lita, no hagas ruido que los chicos duermen, pero yo ya no dormía y escuché todo. Después el papi la cambió, le puso ropa seca, yo escuchaba cómo abría y cerraba cajones, me pareció escuchar ruido como de metal, qué raro pensé, la mami no tiene ni pulseras ni collares. El papi revolvía todo pero no bufaba, me parece que no estaba enojado, estaba asustado, creo. Le empezó a cantar un valsecito y le decía te acordás Lita de cuando bailábamos este, y entonces arrancaba con otro, y ahí la mami se calmó y se durmió.
     El papi vino a nuestra pieza y me despertó, yo me hacía el dormido pero estaba más despierto que lechuza de las vizcacheras, y me dijo que la cuide a la mami un rato, que no se sentía bien, que él iba a buscar a Don Eugenio. Por suerte no llueve más, me dijo y me pareció que la voz le temblaba un poco y a mí me hubiera gustado que siguiera cantando.
     El tiempo no pasaba, qué cosa que el tiempo se hace el lerdo cuando quiere y te hace poner nervioso, y casi al clarear escuché el motor de la chata, me pareció que hizo temblar a los eucaliptos del camino. Venía el papi acelerando y coleando entre el barro, la huella estaba difícil, pero el papi no era de achicarse. La mami no escuchó la chata, pero creo que entonces ya había dejado de escuchar.
     Cuando amaneció ese sol apocado que a veces aparece después de las lluvias, la mami ya se había ido. Vino el papi a nuestra pieza a decirnos. Mis hermanos estaban medio dormidos y me parece que al principio no entendieron mucho porque se metieron debajo de las cobijas y siguieron durmiendo un rato más. Yo lo abracé al papi y no quería llorar pero lloré tanto tanto que me dio hipo y el papi se agachó y me abrazó él también. Tenía olor a menta y al jabón de lavanda que usaba para lavarse la cara cuando iba al pueblo. Yo no quería soltarme pero al final tuve que dejarlo porque tenía que vestirme, eran casi las siete y en un rato iban a venir los hermanos Goenaga a preparar a la mami. 

No llovió más, vino el invierno y fue seco y áspero como lengua de sapo. Yo terminé la escuela pero por piedad me dijo la directora, porque andaba muy distraído y no me podía aprender ni la tabla del dos. Es que pensaba todo el tiempo qué podía cocinarles al papi y a mis hermanos. Seguíamos sin tenedores y entonces me las arreglé para cocinar como hacía la mami esas comidas para comer con la mano, como en otros países. El papi me decía cada vez te salen mejor y yo me ponía así de ancho que no pasaba por la puerta. Mis hermanos se reían y se rechupaban los dedos. Eso sí, el día del cumpleaños de la mami, que mayormente caía en carnaval, el papi entraba a la cocina todo acicalado y ponía la mesa. Ponía los platos de fiesta, y unas copitas chiquitas color violeta y también tenedores. Los tenedores de la mami. Aparecieron, decía, qué milagro, y los ponía uno por uno y cantaba un valsecito. Yo me hacía el distraído pero como ya sabía, preparaba unos tallarines caseros con tuco, que no hay nada más lindo que enroscar los fideos en el tenedor.

martes, 15 de julio de 2014

El cuento que copio a continuación recibió el cuarto premio del concurso "Historias de la Dignidad Humana - Cuentos y Relatos sobre la Tortura", organizado por la Defensoría General de la Nación, y es parte del libro que lleva el mismo nombre y que se publicó hace apenas unos días. ¡Ojalá les guste!

Gallinas

                                                                       A Gustavo

Volví a ver al pibe la noche en que el Flaco Spinetta tocó por primera y última vez en Vélez. Era diciembre y a la ciudad le sentaba bien el aire nocturno. O quizá ésa era mi sensación, un sosiego que por momentos se alternaba con la expectativa de lo que vendría. Yo iba solo, Carmen no había querido acompañarme. No le gustaba tener que dejar a los chicos con una niñera. No me molestaba ir solo, es más, recuerdo haber disfrutado del trayecto en auto: primero la General Paz, después la 25 de Mayo, y a medida que me acercaba, la luz casi irreal que proyectaban los reflectores del estadio a esa altura inhumana que da la autopista. Tuve que hacer un esfuerzo para concentrarme en la salida y no seguir de largo.

Era temprano para entrar y tenía hambre. A pocos metros de la puerta para la platea, había un carrito de venta de hamburguesas. Caseras, decía el cartel sobre la chapa del carro, y alrededor del “caseras” se veía fileteada una cinta celeste y blanca que remataba en una escarapela con moño. El vendedor era alto y corpulento, con varios kilos de más. Llevaba puesta una remera con la cara del Indio Solari que le quedaba un poco apretada. Le calculé la edad: tendría cuarenta y pico, como yo. Era morocho y las canas le habían teñido las sienes. Entre vuelta y vuelta de las hamburguesas, el tipo miraba para atrás, le decía algo a una chica que vendía pósters, y se reía. Al mismo tiempo se las arreglaba para cobrar, preguntar kétchup o mayonesa, y ofrecer esas servilletas resbalosas que no sirven para nada pero que dan un poco de nostalgia y uno agarra de a montones.

Mientras me acercaba, noté cierta extrañeza en la mirada del vendedor, como si cada tanto los ojos se le perdieran en algún punto lejano. Cuando estuve frente a él, lo miré a la cara y me di cuenta de que tenía un ojo de vidrio. Entonces, un recuerdo mordaz, un pedazo de memoria, me clavó sus pinzas de cangrejo en la boca del estómago. El vendedor era el pibe.


La semana que siguió a esa plaza desbordante, ciega de euforia, que Galtieri no había imaginado ni en el más etílico de sus sueños, los oficiales y suboficiales en Campo de Mayo sacaron a relucir un patriotismo exacerbado e histérico, mientras que en silencio el pánico echaba raíces y empezaba a crecer como un cáncer. Yo era conscripto y nos habían mandado ahí a hacer la instrucción. Ese día, el del tan festejado desembarco en Malvinas, sentí el mismo miedo que me acosaba de chico en mis pesadillas. Para ahuyentarlo, empecé a usar el mismo recurso de aquel entonces: el absurdo. Imaginaba que el regimiento era un gran gallinero, con cluecas y batarazas sacudiendo las plumas, dando picotazos y peleándose por cacarear más fuerte. Entonces, agachaba la cabeza y me reía por lo bajo, y así el miedo se replegaba, aunque más no fuera por un momento.

Con el paso de los días, la instrucción empezó a ponerse más brava. Nos levantaban a las dos, tres de la mañana, y nos sacaban a correr hasta que amaneciera. Ya era mayo y el aire, una masa compacta y helada, no se dejaba respirar. La humedad clavaba su navaja hasta en los huesos. Vamos, vamos, que prontito se van de excursión, retumbaba en los oídos la sorna de Palacio, un suboficial petiso que usaba el bigote bien finito. Era jodido Palacio. Había que cuidarse de él porque se le notaba una rabia de matón de poca monta, se le notaba en la voz, en la forma de caminar y pararse. Y uno nunca sabía cuándo podía explotar. Cuando era él quien nos mandaba a correr, o saltar, o hacer cualquiera de esas maniobras (algunas impensables hoy) que llamaban instrucción, siempre había consecuencias. O colaterales, así decía Palacio. Por ejemplo, cuando algún conscripto no llegaba al desayuno porque iba directo a la enfermería vomitando bilis del agotamiento y el hambre, o temblando con una fiebre que le volaba la cabeza, eso era un colateral.

Después de que empezó la guerra, vinieron las familias a visitarnos. Fue extraño porque no nos habían avisado. De pronto, vimos llegar a madres, hermanas, novias, todas con algún paquete de comida. Padres había menos, siempre me pregunté por qué. El mío no había ido. En ese momento pensé que yo no le importaba o que estaba muy ocupado para ir a visitarme. Ahora entiendo, quizá todo eso era demasiado para mi viejo, un polaco cabeza dura que a veces me aburría con sus cuentos de cuando chico en el campo. Ahora lo entiendo, aunque tantas veces, ya no sé cuántas, me he preguntado cómo fue que me dejó ahí, cómo fue que dejaron ir a tantos, cuánto poder tenían los milicos. Me lo pregunto y confieso que tengo que hacer un esfuerzo para mantener a raya el reproche. 

Una noche Palacio nos mandó a todos a los baños. Éramos cuarenta o cincuenta. Primero nos hizo descalzar, para que sintiéramos el frío que iban a sentir los ingleses que no tenían ni botas, nos dijo, y después nos hizo desvestir. El piso del baño estaba todo mojado, parecía que alguien había dejado abierta alguna canilla. Pero está limpio, me consolé pensando. Palacio hizo cerrar las ventanas que bordeaban la parte alta de la pared donde estaban las bachas. Se paró en la puerta y desde ahí empezó a bailarnos. Dijo que hasta que los vidrios no quedaran totalmente empañados, no nos largaba. Así, desnudos, nos pusimos a correr tratando de no tocarnos.

Alguno cada tanto tambaleaba, no era fácil moverse con el piso mojado. Cerca mío había un pibe grandote (me llevaba una cabeza), morocho, con cara de bonachón. No parecía ágil y al respirar se le escuchaba un silbido. Me acuerdo que pensé en un fuelle pinchado. Los minutos pasaban y Palacio no daba tregua. El pibe grandote tenía cada vez más dificultad para respirar. Sargento, alcanzó a decir, y cayó al piso boca abajo. Desde la puerta Palacio empezó a insultarlo, y cuando vio que el pibe no se levantaba, se acercó y le pateó una pierna. Vamos, levantate mariquita, le gritaba. A ver vos, rubia, me dijo a mí, ayudá a tu noviecito. Le puse una mano al pibe debajo de un hombro y lo sacudí un poco. Uno que estaba cerca quiso ayudar, pero Palacio le gritó que se quedara en el molde. No sé de dónde saqué yo fuerzas ni de dónde las sacó el pibe, pero a los dos minutos estaba de nuevo en pie. El silbido se había hecho más agudo. Palacio volvió a gritar orden tras orden como enloquecido. No toleraba la debilidad.

Estábamos corriendo. No habían pasado muchos minutos cuando el pibe empezó a tambalear de nuevo. Palacio se le puso a correr al lado, gritándole que el ejército no quería nenas, que la patria era como una hembra sedienta de victoria y que necesitaba hombres, y le gritaba y le pegaba detrás de la cabeza, hasta que el pibe se resbaló y cayó sobre una de las bachas, y después al piso, como un peso muerto, boca abajo. Yo me agaché a ayudarlo, pero fue más un acto instintivo que de solidaridad. Palacio seguía con sus gritos y mientras, yo quería levantar al pibe, pero no podía, y de pronto vi sangre y me acerqué para hablarle al oído, y vi más sangre, y el pibe no se movía. Furioso, enceguecido por su propia ira, Palacio volvió a cargar a las patadas, esta vez contra los dos. Sentí un dolor punzante en las costillas y de pronto a mí también me costaba respirar. Un fuelle pinchado, pensé, y lo poco que me quedaba de fuerzas se esfumó en el aire húmedo del baño.

Tirado en el piso oí a la distancia más gritos, pero eran de otras voces, y después unas manos me agarraron y me cargaron. Yo arrastraba los pies, al lado vi al pibe que lo llevaban entre dos. Estaba consciente porque se apretaba un ojo con la mano, tenía la cara llena de sangre. Y alrededor todos seguían desnudos, algunos temblaban, me pareció.

Me desperté en la cama de la enfermería. Sentía una brasa en las costillas. Me toqué donde me dolía y noté una venda. Pero fue como si mi mente descartara de inmediato ese dato, ese hecho que la realidad le ofrecía, y giré la cabeza para mirar por una ventana que tenía a la derecha. La helada había teñido de blanco el campo y el cielo ya mostraba el color ceniza de un día que venía sin sol. Cerré los ojos y tuve la sensación de estar tocando con la mano un charco de sangre tibia sobre el piso frío del baño. Me acordé del pibe. No tenía idea de adónde lo habían llevado. La cama al lado de la mía estaba vacía, y esas dos eran las únicas que había en la enfermería. Al rato empecé a oír voces y movimientos. Llegaban y se iban camiones. Traté de volver a dormirme, pero no pude.

Afuera estaba más claro cuando entró un conscripto y me dijo que ya podía levantarme para ir a desayunar. Lo miré desconfiado y enseguida agregó que era el asistente del enfermero. Sin volver a hablar, me ayudó a incorporarme y después a ponerme la chaqueta y las botas. Me costaba calzarme porque tenía un tobillo hinchado como una berenjena. Recién cuando moví el pie, sentí el dolor. Seguro que es un esguince, pensé. Lo que todavía hoy me sorprende es que en ningún momento me pregunté el porqué de esas costillas que ardían. Tenés suerte vos, me espetó el aspirante a enfermero. Los aviones están saliendo hoy y mañana, pero vos tenés para unos días más acá. Debo de haberlo mirado con cara de bobo, o de lerdo, porque me aclaró, como cuando se le explica con impaciencia a alguien que se niega a entender: Dieron la orden de cargar soldados acá para las islas. Pero vos por ahora te quedás. Con esas costillas rotas no podés ir a ningún lado.

El 14 de junio Menéndez firmó la rendición y el velo de la muerte nos cubrió a todos. Yo terminé la colimba al año siguiente, después de brindarle mis servicios a la patria vigilando la despensa donde se guardaban las provisiones, poniendo adoquines en las veredas de Pacífico y haciendo de chofer de la esposa de un oficial. La vieja tenía un perrito lanudo y malhumorado al que sacaba a pasear en auto. Cada tanto me hacía parar para que el perrito cagara, y yo limpiaba. 

Esa noche, la del recital, volví a ver al pibe. Era él, el gordo, el vendedor de hamburguesas con la remera del Indio Solari. Una hamburguesa y una coca, le dije, con una voz que no supo simular la conmoción. Me miró, dio vuelta y vuelta una hamburguesa de las que ya tenía sobre la plancha, y me sirvió la gaseosa. Gallinas, me dijo, son como gallinas. Y se rió fuerte. Eso me dijiste vos esa noche en la colimba, ¿no te acordás?, siguió. Yo estaba perplejo, no recordaba haber cruzado palabra con él. Me lo dijiste mientras nos llevaban a la enfermería. Me parecía que me iba a morir del dolor, pero te escuché y me dieron ganas de reírme, qué loco, ¿no? Después a mí me llevaron al Hospital Militar. ¿Vos también zafaste de subir al avión?

Fue un concierto histórico el que dio Spinetta aquella noche, histórico para varias generaciones y también para mí, aunque nunca llegué a mi platea. Me quedé ahí con el gordo, el pibe de aquel baño de la colimba, charlando mientras él vendía sus hamburguesas y hasta que se apagó el último reflector del estadio.


lunes, 17 de marzo de 2014

A Summer Morning in my New Home



I’ve just caught
a glimpse of life here:
A brave hummingbird
its emerald wings
fluttering
rustling the leaves
A gallant lover
kissing coralbells
deep blue lobelias
scarlet lilies
and the trumpet vine
proud and splendid
He kisses them
so delicate and tenderly
that –I can feel it–
the whole garden sighs
with quiet happiness.

miércoles, 12 de febrero de 2014

Carta de amor y charcos



Llovió.
Adorada Noelia:
En la calle el verano deja respirar.
Mi corazón se exalta apenas te nombro.
El sol viene asomando como si fuera del veinticinco.
Mis manos se estremecen al recordar las tuyas.
Allá en la esquina vuelve a vocear el diario el Turquito Julián.
Mi memoria recorre tu rostro, dulce, blanquísimo como las nieves eternas de los Andes.
Salen las palomas de su refugio y picotean las ciruelas de la verdulería.
Mi boca ansía con locura volver a estar cerca de la tuya, fruta madura de mis deseos.
Los pibes del barrio empiezan a poblar las veredas con sus botas de goma gastada.
Prométeme tu amor porque el mío ya lo tienes hasta el fin del mundo y de los días.
Se desafían a pisar los charcos que tienen en el fondo un barro gris y ceniciento.
¡Oh Noelia de mis sueños! ¡Prométeme que serás siempre mía!
Como siempre, Miguelito llega último, pero hoy se siente victorioso porque con sus botas violetas acaba de hundir un papel, una hoja de cuaderno con algo escrito. La pisa, la aplasta y con el otro pie la levanta y de un sacudón la manda a otro charco más grande. Sale corriendo contento, apurado para no quedarse atrás.
¡Oh Noelia de mi corazón! ¡Yo siempre seré tuyo!
Amorosamente,
Luis Alberto

jueves, 26 de diciembre de 2013

Carta a los Reyes



Queridos Reyes Magos
este año quiero
tres botones negros
una cuerda gruesa
y dos plumas de colibrí
una almohada seis piedritas
y la cola de un surubí.

Como mi hermana
es pequeñita
mucho no precisa
aunque mal no le vendría
un dientito de yacaré
dos trenzas rubias
y un pañuelito de macramé.

Mi papá es un señor
muy importante
pero le faltan
cinco canas blancas
(verdes ya tiene tres)
una bocina de bicicleta
y un curso acelerado
de violín
y pandereta.

A mi mamá
(aahhh mi mamá
qué linda es)
podrán traerle un pétalo
de Santa Rita
un caramelo de miel
zapatos de taco alto
y una hebilla roja roja
como un clavel.

Queridos Reyes Magos
todo eso me gustaría
pero si por casualidad
sucede que los camellos
están cansados
o los negocios cerraron
o Gaspar se olvidó algo
no se preocupen
la noche de Epifanía
yo igual los espero
porque quiero saludarlos
aunque sea en un sueño.

martes, 19 de noviembre de 2013

En custodia



La mañana que ella lo descubrió había sido igual a cualquier otra. Eso si no se cuenta el extraño suceso de una 9 de Julio sin tránsito. Era martes y no había autos, ni colectivos, ni motos; ni siquiera se veía el flamante metrobús. Paro del sindicato de transporte público, pensó con lógica, aunque eso no explicaba de ningún modo la ausencia de autos particulares. Llegó a la oficina de Moreno y San José treinta y cinco minutos antes de lo habitual. El vigilante del turno noche bostezaba mientras miraba el reloj, seguramente a la espera de quien lo reemplazaría en el turno de día. El vigilante no lo saludó. Ciro estaba acostumbrado a pasar inadvertido a causa de una invisibilidad tenaz que se le había pegado al cuerpo desde que era chico. La mayoría de las veces, agradecía esa cualidad de imperceptible que tenía su cuerpo, su cara, su andar. Aunque es cierto que hubo ocasiones en que la padeció, pero ésas prefería no recordarlas.
            Era muy temprano todavía. No se preocupó porque sus veintisiete años en el puesto le habían ganado el acceso irrestricto a la oficina principal. Como quien entra a su propia casa, fue siguiendo el ritual que habitualmente cumplía la encargada de limpieza: encendió todas las llaves de luz y la calefacción central, subió la pesada reja de la ventana que daba a la calle, y puso en marcha el mamotreto de la fotocopiadora y la cafetera, casi tan vieja como la oficina misma. Eran ya las nueve y cuarto, y el resto de los empleados no había llegado todavía. A las diez menos cinco, Ciro seguía solo en esa pálida repartición del servicio público. Supuso que por la huelga de transporte, nadie había podido trasladarse. Aunque algunos vivían bastante cerca y hubieran podido llegar en bicicleta, o a pie. Ciro pensó esto y un aire de desdén le cruzó la cara. Si por lo menos alguno de sus compañeros tuviera una décima parte de la disciplina que él tenía. No sólo disciplina, también compromiso, lealtad, abnegación, pensó por último, y le gustó tanto la palabra que se la quedó masticando por un rato. Tampoco había gente, usuarios, como decía Doris, o el público, como insistía en llamarlo Vázquez, el director general.
            El día anterior, lunes 5 de agosto, la escena había sido totalmente opuesta. La oficina rebalsaba de gente, ansiosa en su mayoría. Miguel, el del mostrador de informes, jamás se dejaba impregnar de esa ansiedad tan típica de las oficinas públicas, y repetía la esencial pregunta una y otra vez –¿inédita o publicada?– sin variar el tono ni la mueca. Porque lo decía medio de costado, como si sostuviera con la boca un escarbadientes imaginario. Para colmo de males, a poco de haber abierto al público, el tablero electrónico en el que se anunciaba el orden de atención y el mostrador correspondiente, había dejado de funcionar. Vino Jorge, el maestranza, como le decían probablemente para no llamarlo por su nombre (desempeñaba tareas consideradas menores), y por más que intentó una y otra vez, no pudo encender el tablero. Es que quisieron ahorrar y compraron el coreano, viste, y yo les dije, nada mejor que los tableros taiwaneses, pero no me dieron bolilla. Todo por ahorrarse unos mangos, le explicó a Doris, que lo escuchaba a desgano. Entonces, vino Pablo, el de sistemas, diciendo que en la secundaria lo llamaban MacGyver porque podía meter mano en cualquier artefacto, una vez hasta ayudó a la Federal a desarmar una bomba casera que habían encontrado en la puerta de su edificio. Eso contaba Pablo, pero él tampoco logró que el tablero coreano funcionara.
En el público la ansiedad inicial se estaba transformando en ira, contenida aún, es cierto, pero ira al fin. Entonces, Ciro, sabiendo mejor que nadie que hasta media docena de gatos enjaulados son más mansos que los usuarios de una repartición pública sin atender, tomó coraje y empezó a llamar a viva voz: 008, dijo enérgico, y sin proponérselo vio cuando ella se levantaba como un resorte de su asiento mientras se le caía el tapado, una bolsa enorme y varios libros.
Tenía el pelo castaño y ojos muy grandes, y llevaba el pelo en una trenza larga y gruesa. Era joven aún y a Ciro le recordó uno de esos cuadros de la pintora mexicana que se veían por todas partes. Se acercó al mostrador, maniobrando todavía el tapado, la bolsa, los libros, y ahora, unos papeles impresos. Lo saludó alegremente, sin darse cuenta de que Ciro se había sonrojado y había bajado la vista casi por instinto. Quiero registrar mis poemas, le dijo, aunque te soy sincera, no sé quién querría plagiarlos, o leerlos, y se rió con liviandad. Ciro no le respondió, pero notó con inquietud el tuteo y enseguida tomó un formulario de cada color y le dio primero el amarillo. Detestaba los formularios amarillos porque le recordaban la sémola que lo obligaban a comer cuando se enfermó de hepatitis a los nueve años. Podría decirse que el amarillo también es el color del infortunado convaleciente de hepatitis, pero eso Ciro no lo pensó. Por los rosa viejo sentía un rencor profundo, prácticamente enquistado, porque era igual al color de las paredes de su pieza en su casa materna de Glew. Por más que había protestado y pataleado, su madre nunca accedió a pintar la pieza de otro color. Era tan triste el rosa viejo, y le daba tanta bronca tener que aguantárselo. Por eso gozaba cuando alguien se equivocaba al completar los formularios. La inminencia del bollo arrojado al cesto de papeles, o el ruido cuando rompían (desgarraban) un formulario en dos, tres, cuatro pedazos, según lo irritado que estuviera el cliente, se le presentaban como una recompensa por tantos años de humillación. Ciro no aceptaba tachaduras ni enmiendas, no, no, de ningún modo.
Complete acá, por favor, le dijo. Pero no lo firme todavía. Ella buscó algo en la bolsa y después en una cartera diminuta que llevaba colgada como un morral. Lo miró resignada y él entendió que no tenía birome. Siempre pasaba lo mismo con las mujeres. Por qué será que no pueden guardar una birome en la cartera, o en algún bolsillo. Llevan tantas cosas, a veces algunas ponen la cartera arriba del mostrador y empiezan a sacar todo tipo de objetos, hasta los más íntimos, esos de cuya existencia Ciro desearía no enterarse. Sacan pañuelos, desodorantes, perfumes, tampones y pinturas para la cara, juguetes y mamaderas de los hijos, paquetes con galletitas incomibles porque están hechas migas, llaves, tantas llaves, como si vivieran en veinte casas, papeles arrugados y pequeños envoltorios que nunca tiran en ningún cesto. Aunque sin dudas el objeto más extraño que Ciro ha visto salir del bolso de una mujer es un criquet para el auto. Pinché en la salida de la autopista, ¿podés creer?, le dijo una vez una, pero él nunca entendió por qué había guardado el criquet en la cartera.
Ese lunes 5 de agosto la mujer joven de ojos grandes y trenza larga completó el formulario amarillo con lentitud y seriedad, como si el hacerlo fuera algún rito fundamental, y se lo entregó a Ciro. ¿Me permite su DNI?, le pidió él. En la cara de ella apareció la zozobra. Ay, no lo traje, pero tengo la cédula, sirve igual, ¿no?, le dijo (ah, ahora te reís nerviosa, pensó Ciro). Lamentablemente, no, le respondió él, con un énfasis excesivo en el no. Va a tener que volver mañana. ¿Quién sigue? La mujer joven se mordió un labio, recogió sus cosas y salió. Ciro sintió el pellizcón del remordimiento; sin embargo, enseguida acomodó los papeles amarillos y los rosa viejo, y se dispuso a seguir con la atención al público. Era un día demasiado ajetreado para dejarse llevar por pavadas.
Pero hoy martes 6 de agosto Ciro tiene todo el tiempo del mundo para pensar en zonceras, y también en cosas importantes. Por ejemplo, ha dejado inconcluso “Dos ratoneras”, un cuento inédito que registró un cadete la semana pasada. Qué falta de respeto, había pensado Ciro. Mandar a un cadete es como mandar a la mucama a que anote en el registro civil al hijo de uno recién nacido. “Dos ratoneras” le había gustado mucho, muchísimo, desde la primera oración: “En el campo, septiembre es un buen mes para dejar de ser bueno”, así empezaba. Aunque a decir verdad, desde la portada Ciro ya se había sentido intrigado: “A L., por el regalo de sus pesadillas. Y a B., porque no es L.”, esa era la críptica dedicatoria. Era un cuento largo, con demasiados diálogos, en opinión de Ciro, pero no podía dejar de leerlo. Tenía que valerse de diversos trucos –cuya eficacia había ido comprobando con el tiempo– para no ser descubierto. Antes de las lecturas furtivas, había sido preciso llevar al grado de la perfección su habilidad para abrir los sobres de papel madera, tamaño oficio, que estaban sellados y firmados y en los que se guardaba cada obra registrada. Tenía dedos de prestidigitador, y su prolijidad era tal que nadie notaba que los sobres eran abiertos y luego vueltos a pegar. Ciro se sentía muy satisfecho de sí con cada nuevo sobre que abría y cada nueva obra que leía. Y luego, con cada sobre que volvía a cerrar. Podría haber sido mago, pensó un día, y la certeza de que podría haber sido otra cosa, pero que en realidad él era esto, un prestidigitador de sobres, un lector, el primero quizás, el más importante, lo hizo sentir más satisfecho aún. Había en Ciro una devoción de monje que se volvía más tangible a medida que sus lecturas aumentaban. En la práctica, era Doris quien, con poca gracia, repetía a los usuarios la solemne frase: Su obra ha quedado registrada; permanecerá aquí en custodia el tiempo que usted decida. Ciro desearía agregar: Puede ir en paz, pero nunca lo ha hecho porque no le corresponde. Su tarea es otra.
Se acuerda que empezó a leer ese cuento el mismo día que lo registraron, en la hora del almuerzo. Era viernes y los demás empleados salían todos juntos a comer una pizza en algún bar de San Telmo. Dijo que no se sentía bien y se quedó en la oficina. Truco fácil. Cuando al día siguiente quiso seguir leyéndolo, alegó que Vázquez le había encargado ordenar los biblioratos del quinto piso y allá fue, con las hojas del cuento dobladas debajo del pulóver. Es un laberinto ahí arriba, le dijo Doris, y casi sonó comprensiva, cuando lo vio bajar la gran escalera de mármol un rato antes de las dos, el horario de cierre de la oficina. A pesar de que había estado más de tres horas dedicado al supuesto orden de los biblioratos, no había podido terminar el cuento. En un momento, tuvo la sensación de que la cantidad de páginas que le quedaban por leer, aumentaban en vez de disminuir. También aumentaba su ansiedad, y eso a Ciro no le hacía bien. Jamás se hubiera permitido dejar una obra inconclusa. Sería el equivalente a abandonar al perro que nos ha acompañado toda la vida a la vera del camino, de noche y en invierno.       

Hoy, como ningún otro empleado ha venido, ni tampoco Vázquez, el director general, Ciro puede darse el lujo de leer sin apuros ni sobresaltos, tomando un té de tilo o manzanilla, dejando que el silencio de su alrededor lo envuelva, lo abrace y se le pegue a la piel. El resto de los sentidos se le adormecen un poco, están cansados de vivir en alerta, y es la lectura el momento de la pausa tan esperada. Ya es el mediodía y Ciro lo sabe porque alguna parte de su cerebro le ha dicho que allá abajo el estómago reclama algo más que un té, algún alimento idealmente. Aun así, él se empeña en continuar, no puede distraerse con nimiedades.
Sin embargo, a las doce y cinco la puerta se abre y una mujer joven, la de ojos grandes y trenza larga, entra sin dificultad ni sobresalto. Es que el acceso a la oficina está totalmente libre. El vigilante del turno de día nunca llegó y el de la noche abandonó el puesto cuando decidió que era mejor dormir en su casa. Miguel, el del mostrador de informes, tampoco está allí haciendo su invariable pregunta. La gente, los usuarios, brillan por su ausencia. En rigor, los que brillan son los pisos pues nadie, excepto Ciro, los ha transitado hoy. En esta repartición pública es un martes que se empeña en parecer domingo.
Pero para la mujer joven sigue siendo martes y hoy ella lleva en un bolsillo de su abrigo el DNI. También lleva en su bolsa dos juegos de fotocopias, primera y segunda página más el cambio de domicilio. No se los pidieron, pero –ha decidido– esta vez no la van a tomar desprevenida. Cuando entra, no le llama la atención la quietud de esta oficina que ayer apenas podía contener a decenas de personas tensas y avinagradas. Sí siente un olor raro, como de plástico quemado, pero a ella solo le interesa hacer de una vez su trámite, registrar su obra, sus poemas. Va directo al mostrador donde estuvo ayer. No hay nadie atendiendo, pero una vez que está allí, ve a un hombre de aspecto gris sentado en un escritorio demasiado grande para el tamaño del hombre. Lo mira con más detenimiento y se da cuenta de que es el mismo empleado que la atendió ayer. Hoy tengo todo, piensa tranquila.
Ciro oye distante un rumor de papeles y después un carraspeo y finalmente un buen día corto y seco. No quiere levantar la mirada. Se está acercando al final de “Dos ratoneras”, lo intuye aunque la pila de páginas pareciera no adelgazar nunca. No puede distraerse, y sin embargo la mujer esa que ha venido (cómo vino si hoy no vino nadie) no parece dispuesta a esperar, menos a marcharse. Ciro se resigna, piensa que ante todo él es un empleado público ejemplar, abnegación es la palabra que vuelve a rumiar. Se levanta y sin responder el saludo, se acerca al mostrador. La mujer, que hasta ahora estuvo revolviendo en su bolso y luego en la cartera pequeñísima que lleva colgada como un morral, saca una birome. Sus papeles, sus poemas, ya están a la vista. ¿Puedo ir completando los formularios? Acá tenés mi DNI, y también copias, si querés. Ciro la mira y recuerda el día de ayer. Recuerda a la mujer joven de ojos grandes y trenza larga cuyo trámite quedó incluso, trunco, porque él la ha rechazado. Sabe que podría haberle aceptado la cédula de identidad, incluso la licencia de conducir, de haber puesto él una mínima fracción de voluntad. No es su culpa tal vez, puede que ese cuento que ha estado leyendo últimamente lo tenga demasiado absorto, como si sus diálogos interminables y sus paisajes bucólicos y terribles a la vez y sus personajes cerrados aunque nítidos, hubieran comenzado a habitar la mente, el espíritu y también, cómo negarlo, el cuerpo de Ciro.
Por eso él hoy no puede ni siquiera empezar a hablarle. Y tarda en reaccionar cuando sin esperar respuesta, ella lo mira a la cara y con la misma liviandad con que podría comentarse el clima con un extraño en la vereda o en un ascensor, le pregunta: ¿No te da curiosidad leer lo que trae la gente? Yo me moriría de ganas, y sonríe, sin malicia, sonríe de verdad. Ciro siente una explosión en la cabeza, justo detrás de la frente. La boca se le seca en un instante y las rodillas ceden un poco. Las piernas se han paralizado, pero tiene que moverse, y rápido. Da media vuelta y se obliga a caminar hasta el escritorio. Ahora siente otra explosión, esta vez en la base del cráneo, pero igual sigue, da un paso y luego otro, y uno más. Sin volverse a la mujer joven, que algo le dice, él cree, agarra el cuento sin terminar, enrolla las hojas. Ha hecho un movimiento torpe y el té de manzanilla tiñe de amarillo algunas páginas. Como la sémola, como los formularios, piensa. Y corre hacia la gran escalera de mármol.
La mujer joven se ha quedado allí, perpleja, con sus poemas y su DNI y sus copias de la primera y segunda página más el cambio de domicilio sobre el mostrador. Tiene en una mano la birome, ociosa aún. Espera cinco, diez minutos. Trata de mantenerse calma, ya va a venir, piensa, los empleados públicos son así, van y vienen todo el tiempo. Pero este empleado no vuelve, y ya han pasado veinte minutos, y no hay nadie más a quien recurrir en esta oficina tan silenciosa y pálida que más que oficina parece una tumba. Y entonces recoge sus cosas, con indignación seguramente, y cansancio. Al salir huele otra vez ese olor persistente que ahora se le aparece como de cable quemado, y al cerrar detrás de sí la puerta, ve por un costado del ojo un chispazo. El tablero, se oye decir (o pensar), y enseguida empieza a correr hacia la parada del colectivo. Cruzando por San José viene un 39 y no quiere perderlo. Se ve que la huelga de transporte se ha levantado.

Al día siguiente, un miércoles 7 de agosto común y corriente, la mujer joven decidió dejar las poesías en el cajón de su mesa de luz para empezar a escribir un cuento. Mientras desayuna, piensa una historia, o dos. Entre tanto, la radio cuenta la de un incendio en una repartición pública sobre la calle Moreno, casi esquina San José. Las llamas, voraces, no tardaron mucho en tragarse los cientos y cientos de papeles allí guardados. Los bomberos suponen que no habrá que lamentar víctimas, aunque el vigilante del turno noche declaró que cree haber visto entrar a un empleado.
Hasta el momento, al parecer nadie lo vio salir.

miércoles, 13 de noviembre de 2013

Preguntas a mi amado



Pensé que no tenía
raíces frondosas
rizomas ensortijados
hundidos
en húmedos terrones.

Pensé que quizá
mis zarcillos tan tenues
buscarían otro aire
de veranos frescos
más livianos.

Qué hicieron pues
tus ramas imprecisas
para que yo mujer-árbol
finalmente encontrara
su tierra.

Qué hicieron sino estirarse
generosas
y abrazarse
entre los frutos
dulces
jugosos
esperados

Y en ellos amarse

Y en la savia
soñar
que son eternos.